sábado, 19 de enero de 2013

Las cuatro estaciones - 11ª parte - Primavera (2ª parte) - Días de lluvia.






LAS CUATRO ESTACIONES

11ª parte



XVII


Días de lluvia


Aquel día llovía a mares, el reloj marcaba las ocho de la mañana de un día de primavera, nos acababa de llamar mi madre para ir al colegio; de un salto me levanté y fui corriendo a la ventana, quería comprobar si  ese ruido que escuchaba a través de la ventana era de agua de lluvia. Escuche decir a mi madre desde la cocina que nos abrigáramos, que hacía mucho frío; esa era la cantinela matutina de ella, mientras me preparaba el desayuno. Éste consistía en un gran vaso de leche en polvo y unas tostadas con mantequilla.

Mientras escuchaba su voz en la lejanía de la cocina, yo arrimaba mi cara a los cristales de la ventana del cuarto de estar; mi respiración enturbiaban mi visibilidad, y de inmediato con la mano limpiaba de los cristales, el vaho que había salido de mis fosas nasales, otras veces yo provocaba el vaho en los cristales para   hacer figuras, letras y dibujos en ellos, pero ahora mi interés no era  ese, sino ver el agua de lluvia. Delante de mi casa, habían varios charcos de agua, me fijé en uno que había un poco más lejos; - ¡ese! -pensé- era el ideal para zambullir allí mis botas de agua. Las gotas de agua que descendían desde el cielo y caían en los charcos, me llamaba la atención, casi me hipnotizaba. El efecto al mezclarse el agua proveniente del cielo y el agua de los charcos era de ebullición, y supongo que el sonido sería: pop, pop…

Los días de lluvias eran mis preferidos, me gustaba jugar bajo la lluvia. Ese día me pondría las botas de agua de color negras que tenía preparada para ese menester y que nos habían regalado los abuelos de San Sebastián.

Me encanta cuando el agua de la lluvia se impregna en cada poro de mi piel y se introduce en mi cuerpo para limpiarme de todos aquellos y demonios y fantasmas que pueden anidar  dentro de él. Es una sensación mística. No me importa llegar a casa empapado, porque la sensación de humedad es tan placentera y mágica que me hace sentirme como si fuera otra persona.

Los días de lluvia oscurecen el cielo, lo esconden, nos quitan la luz y nos sumimos en oscuridad pero después de que haya pasado esa lluvia, el cielo se vuelve a iluminar y sale un grandioso y colorido arcoíris. ¿Acaso hay algo mejor que disfrutar de la luz tras verse sumido en la oscuridad. Yo creo que no. Creo que no sería capaz de vivir en un mundo, en el que no lloviera.
Volví a mirar por la ventana para ver si había escampado, afortunadamente  seguía lloviendo con mucha fuerza. Escuchaba a mi madre protestar por las inclemencias del tiempo; ella temía que nos pusiéramos empapados en el  camino de casa al colegio. Yo estaba deseando que mi madre nos dejara ir solos, como hacían casi todos los niños.

Antes de salir de casa, mi madre nos aleccionó diciéndonos que  no nos mojáramos, para evitar los resfriados; eso era lo que realmente a ella le importaba. A mí, me daba igual, yo solo quería jugar con el regalo que Dios nos hacía, si Él mandaba esa agua bendita, sería por algo, y ese algo, era la lluvia para que pudiéramos llevar a cabo   nuestro juego preferido. En aquellos días, los niños nos divertíamos con cualquier cosa que nos proporcionaba la naturaleza.

Mi madre cogió un paraguas negro, era tan grande que nos cubría a los tres, y eso me fastidiaba; así era imposible dejar mojarme por el agua que caía con fuerza desde el cielo. -Dios mío pensé-, cuanto tienen que estar llorando los angelitos del cielo, -eso era lo que me decía mi madre cuando llovía-, aunque yo,  estaba en la edad que no sabía si creer todo lo que me decía mi madre, o las madre de las demás, porque habían cosas que mi pandilla las ponían en cuarentena, o al menos nos hacíamos algunas preguntas que no entendíamos.

Camino del colegio íbamos salteando los charcos y riachuelos que se formaban en el camino, mi madre parecía que bailaba, dando pequeños saltos en vez de caminar, además nos recriminaba continuamente porque no nos dejaba que nos metiéramos en los charcos. De lejos vi uno muy grande, -y pensé-- esta es la mía, ahí me voy a meter, cuando llegamos a la altura de él-, solté la mano de mi madre, y me introduje en aquella agua barrosa sin más, empecé a dar saltos y a salpicar, mi madre casi histérica y enfadada - temiendo se me mojaran los calcetines y la ropa, y tener que volver a casa,- me dio un gritó ordenándome que saliera inmediatamente. No tuve más remedio que obedecerla, “no estaba el horno para bollos”.

A pesar de las regañinas de nuestras madres, íbamos directos a meternos en los charcos. Chapotear era nuestra máxima ilusión; mancharnos de barro la ropa, cara y manos, nos proporcionaba una inmensa alegría, y el ruido que producía el agua que caía dentro de las botas de goma, nos provocaba una risa explosiva y contagiosa, no así a mi madre, que no le hacía la más mínima gracia tener que coser los rotos que al roce con la goma mojada, se hacían en los calcetines.

-Mamá,-pregunté-nos dejarás esta tarde salir a la calle a jugar.

-Ya veremos me contestó.

Yo sabía en el fondo, que nos dejaría, aunque estuviera lloviendo y también ella sabía, que de salir  a la calle, nos mojaríamos; dejaría que esa agua bendita cayera sobre mi cara de niño.

¡Qué días aquellos, mama!, días de travesuras infantiles, y ahora días de nostalgias y recuerdos. Cuanto daría yo mamá, por ponerme aquellas botas, volver al camino de tierra que separaba nuestra casa y el colegio y salpicar el agua de aquellos charcos que quedaron atrás. Cuanto daría yo mamá, por preguntarte, si me dejarías salir a la calle en aquellos inviernos, cuando tú eras tan joven y hermosa.

Esta mañana lluviosa me ha hecho evocar el maravilloso juego de los cromos; era uno de mis favoritos, pasaba horas enteras, entregado a él.

Con mi impoluto “babi”, emprendía todas las mañanas el camino hacia el colegio, y al regresar a casa, los bajos del mismo, se habían convertido en rojizas bandas, que hacían contraste con lo que de blanco quedaba en el resto de la prenda. Ello se debía a que lo había manchado en el suelo del corredor de la escuela, de tanto sentarme en él; aunque no era un corredor exactamente. Era un gran salón rectangular con altas ventanas y las paredes pintadas de color ocre, en el cual jugábamos los días de lluvia. El suelo era de cemento fino, de un color rojo intenso, que cada vez que lo limpiaban, echaban al agua unos polvos para avivar el mismo, para que luciera brillante y como nuevo.

A penas sonaba la campana, anunciando la hora del recreo, salíamos gritando y atropellándonos para poder ser los primeros en llegar a él, coger el mejor sitio, y así poder jugar mejor. Nos arrodillábamos olvidándonos hasta de comer el bocadillo y con la ilusión que se tiene hacía todas las cosas, a los ocho años, nos sumíamos en el juego:

A la “pared”, “tinta o papel”, "a la mano…"

Me encantaban los cromos – y me siguen gustando, de hecho conservo muchos de ellos- ¡Cómo los adoraba!

Sobre todo cuando se volvían apergaminados y sin revés, de pasar de mano en mano y adquirían ese color rojizo, debido al contacto con el suelo, tan apreciado por mí.

Tenía una caja cuadrada que había contenido zapatos, y otra de polvos faciales, que mi madre me había dado al quedar vacías, repleta de ellos.


Terminada la hora del recreo, la Señorita Maruja debía llamarnos repetidas veces, pues nos costaba un enorme esfuerzo abandonar el juego.

Al llegar a casa, nada más soltar la cartera, lo primero que hacía, era contar mis cromos. A diario realizaba balance de cuántos había perdido y ganado. Después le pedía una peseta a mi madre para ir a comprar más, y así reponer las pérdidas para jugar de nuevo al día siguiente.

Los cromos troquelados se hicieron muy populares entres los niños de anteriores generaciones (Años 50, 60, 70 y 80). Estos cromos eran de formas desiguales. Ello se debía a que consistían en un conjunto de dibujos impresos en una lámina, esta lámina estaba troquelada de forma que silueteaba los dibujos dejándolos unidos entre sí por unas pequeñas pestañas que había que cortar para separarlos. Estas pestañas se cortaban fácilmente y entonces la lámina quedaba convertida en una colección de cromos.

Algunos de los cromos llevan brillantina (purpurina), otros tienen cierto volumen.

Los cromos troquelados fueron un éxito, se vendieron una multitud de láminas, fueron múltiples las series sobres las que versaban los cromos, las había de trajes, animales, actores, flores, paisajes, muñecas, etc.

Los cromos troquelados, además de coleccionarse, solían utilizarse para decorar carpetas, libros, cuadernos, etc. También se usaban para jugar. Se tiraban hacia una pared y ganaba el que quedase más cerca de ella. También había otras formas de jugar como ponerlos bocabajo y con la mano ahuecada dar un golpe en el suelo para que el aire provocado por el movimiento rápido de la mano diese la vuelta al cromo. Aquellos cromos que quedasen boca arriba podías añadirlos a tu colección.

Se puede jugar desde individualmente hasta gran grupo, según el juego al que juguemos.


Y así, transcurrían los días, la niñez… pero aún quedaba mucha primavera, ¡qué bien!



Final de la 11ª parte

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