LAS CUATRO ESTACIONES
11ª parte
XVII
Días de lluvia
Aquel
día llovía a mares, el reloj marcaba las ocho de la mañana de un día de
primavera, nos acababa de llamar mi madre para ir al colegio; de un salto me
levanté y fui corriendo a la ventana, quería comprobar si ese ruido que escuchaba a través de la
ventana era de agua de lluvia. Escuche decir a mi madre desde la cocina que nos
abrigáramos, que hacía mucho frío; esa era la cantinela matutina de ella,
mientras me preparaba el desayuno. Éste consistía en un gran vaso de leche en
polvo y unas tostadas con mantequilla.
Mientras
escuchaba su voz en la lejanía de la cocina, yo arrimaba mi cara a los
cristales de la ventana del cuarto de estar; mi respiración enturbiaban mi
visibilidad, y de inmediato con la mano limpiaba de los cristales, el vaho que
había salido de mis fosas nasales, otras veces yo provocaba el vaho en los
cristales para hacer figuras, letras y
dibujos en ellos, pero ahora mi interés no era
ese, sino ver el agua de lluvia. Delante de mi casa, habían varios
charcos de agua, me fijé en uno que había un poco más lejos; - ¡ese! -pensé-
era el ideal para zambullir allí mis botas de agua. Las gotas de agua que
descendían desde el cielo y caían en los charcos, me llamaba la atención, casi
me hipnotizaba. El efecto al mezclarse el agua proveniente del cielo y el agua
de los charcos era de ebullición, y supongo que el sonido sería: pop, pop…
Los
días de lluvias eran mis preferidos, me gustaba jugar bajo la lluvia. Ese día
me pondría las botas de agua de color negras que tenía preparada para ese
menester y que nos habían regalado los abuelos de San Sebastián.
Me
encanta cuando el agua de la lluvia se impregna en cada poro de mi piel y se
introduce en mi cuerpo para limpiarme de todos aquellos y demonios y fantasmas
que pueden anidar dentro de él. Es una
sensación mística. No me importa llegar a casa empapado, porque la sensación de
humedad es tan placentera y mágica que me hace sentirme como si fuera otra
persona.
Los
días de lluvia oscurecen el cielo, lo esconden, nos quitan la luz y nos sumimos
en oscuridad pero después de que haya pasado esa lluvia, el cielo se vuelve a
iluminar y sale un grandioso y colorido arcoíris. ¿Acaso hay algo mejor que
disfrutar de la luz tras verse sumido en la oscuridad. Yo creo que no. Creo que
no sería capaz de vivir en un mundo, en el que no lloviera.
Volví
a mirar por la ventana para ver si había escampado, afortunadamente seguía lloviendo con mucha fuerza. Escuchaba
a mi madre protestar por las inclemencias del tiempo; ella temía que nos
pusiéramos empapados en el camino de
casa al colegio. Yo estaba deseando que mi madre nos dejara ir solos, como
hacían casi todos los niños.
Antes
de salir de casa, mi madre nos aleccionó diciéndonos que no nos mojáramos, para evitar los resfriados;
eso era lo que realmente a ella le importaba. A mí, me daba igual, yo solo
quería jugar con el regalo que Dios nos hacía, si Él mandaba esa agua bendita,
sería por algo, y ese algo, era la lluvia para que pudiéramos llevar a cabo nuestro juego preferido. En aquellos días,
los niños nos divertíamos con cualquier cosa que nos proporcionaba la
naturaleza.
Mi
madre cogió un paraguas negro, era tan grande que nos cubría a los tres, y eso
me fastidiaba; así era imposible dejar mojarme por el agua que caía con fuerza
desde el cielo. -Dios mío pensé-, cuanto tienen que estar llorando los
angelitos del cielo, -eso era lo que me decía mi madre cuando llovía-, aunque
yo, estaba en la edad que no sabía si
creer todo lo que me decía mi madre, o las madre de las demás, porque habían
cosas que mi pandilla las ponían en cuarentena, o al menos nos hacíamos algunas
preguntas que no entendíamos.
Camino
del colegio íbamos salteando los charcos y riachuelos que se formaban en el
camino, mi madre parecía que bailaba, dando pequeños saltos en vez de caminar,
además nos recriminaba continuamente porque no nos dejaba que nos metiéramos en
los charcos. De lejos vi uno muy grande, -y pensé-- esta es la mía, ahí me voy
a meter, cuando llegamos a la altura de él-, solté la mano de mi madre, y me
introduje en aquella agua barrosa sin más, empecé a dar saltos y a salpicar, mi
madre casi histérica y enfadada - temiendo se me mojaran los calcetines y la
ropa, y tener que volver a casa,- me dio un gritó ordenándome que saliera
inmediatamente. No tuve más remedio que obedecerla, “no estaba el horno para
bollos”.
A
pesar de las regañinas de nuestras madres, íbamos directos a meternos en los
charcos. Chapotear era nuestra máxima ilusión; mancharnos de barro la ropa,
cara y manos, nos proporcionaba una inmensa alegría, y el ruido que producía el
agua que caía dentro de las botas de goma, nos provocaba una risa explosiva y
contagiosa, no así a mi madre, que no le hacía la más mínima gracia tener que
coser los rotos que al roce con la goma mojada, se hacían en los calcetines.
-Mamá,-pregunté-nos
dejarás esta tarde salir a la calle a jugar.
-Ya
veremos me contestó.
Yo
sabía en el fondo, que nos dejaría, aunque estuviera lloviendo y también ella
sabía, que de salir a la calle, nos
mojaríamos; dejaría que esa agua bendita cayera sobre mi cara de niño.
¡Qué
días aquellos, mama!, días de travesuras infantiles, y ahora días de nostalgias
y recuerdos. Cuanto daría yo mamá, por ponerme aquellas botas, volver al camino
de tierra que separaba nuestra casa y el colegio y salpicar el agua de aquellos
charcos que quedaron atrás. Cuanto daría yo mamá, por preguntarte, si me
dejarías salir a la calle en aquellos inviernos, cuando tú eras tan joven y
hermosa.
Esta
mañana lluviosa me ha hecho evocar el maravilloso juego de los cromos; era uno
de mis favoritos, pasaba horas enteras, entregado a él.
Con
mi impoluto “babi”, emprendía todas las mañanas el camino hacia el colegio, y
al regresar a casa, los bajos del mismo, se habían convertido en rojizas
bandas, que hacían contraste con lo que de blanco quedaba en el resto de la
prenda. Ello se debía a que lo había manchado en el suelo del corredor de la
escuela, de tanto sentarme en él; aunque no era un corredor exactamente. Era un
gran salón rectangular con altas ventanas y las paredes pintadas de color ocre,
en el cual jugábamos los días de lluvia. El suelo era de cemento fino, de un
color rojo intenso, que cada vez que lo limpiaban, echaban al agua unos polvos
para avivar el mismo, para que luciera brillante y como nuevo.
A
penas sonaba la campana, anunciando la hora del recreo, salíamos gritando y
atropellándonos para poder ser los primeros en llegar a él, coger el mejor
sitio, y así poder jugar mejor. Nos arrodillábamos olvidándonos hasta de comer
el bocadillo y con la ilusión que se tiene hacía todas las cosas, a los ocho
años, nos sumíamos en el juego:
A
la “pared”, “tinta o papel”, "a la mano…"
Me
encantaban los cromos – y me siguen gustando, de hecho conservo muchos de
ellos- ¡Cómo los adoraba!
Sobre
todo cuando se volvían apergaminados y sin revés, de pasar de mano en mano y
adquirían ese color rojizo, debido al contacto con el suelo, tan apreciado por
mí.
Tenía
una caja cuadrada que había contenido zapatos, y otra de polvos faciales, que
mi madre me había dado al quedar vacías, repleta de ellos.
Terminada
la hora del recreo, la Señorita Maruja debía llamarnos repetidas veces, pues nos
costaba un enorme esfuerzo abandonar el juego.
Al
llegar a casa, nada más soltar la cartera, lo primero que hacía, era contar mis
cromos. A diario realizaba balance de cuántos había perdido y ganado. Después
le pedía una peseta a mi madre para ir a comprar más, y así reponer
las pérdidas para jugar de nuevo al día siguiente.
Los cromos troquelados se
hicieron muy populares entres los niños de anteriores generaciones (Años 50,
60, 70 y 80). Estos cromos eran de formas desiguales. Ello se debía a que
consistían en un conjunto de dibujos impresos en una lámina, esta lámina estaba
troquelada de forma que silueteaba los dibujos dejándolos unidos entre sí por
unas pequeñas pestañas que había que cortar para separarlos. Estas pestañas se
cortaban fácilmente y entonces la lámina quedaba convertida en una colección de
cromos.
Algunos de los cromos llevan
brillantina (purpurina), otros tienen cierto volumen.
Los cromos troquelados fueron un
éxito, se vendieron una multitud de láminas, fueron múltiples las series sobres
las que versaban los cromos, las había de trajes, animales, actores, flores,
paisajes, muñecas, etc.
Los cromos troquelados, además de
coleccionarse, solían utilizarse para decorar carpetas, libros, cuadernos, etc.
También se usaban para jugar. Se tiraban hacia una pared y ganaba el que
quedase más cerca de ella. También había otras formas de jugar como ponerlos
bocabajo y con la mano ahuecada dar un golpe en el suelo para que el aire
provocado por el movimiento rápido de la mano diese la vuelta al cromo.
Aquellos cromos que quedasen boca arriba podías añadirlos a tu colección.
Se puede jugar desde
individualmente hasta gran grupo, según el juego al que juguemos.
Y así, transcurrían los días, la
niñez… pero aún quedaba mucha primavera, ¡qué bien!
Final de la 11ª parte
No hay comentarios:
Publicar un comentario