viernes, 27 de noviembre de 2015

Hombres sin mujeres, de Haruki Murakami



Hombres sin mujeres, de Haruki Murakami 



La his­to­ria comienza cuando un hom­bre pierde a una mujer. Según cuenta Heró­doto, los con­flic­tos entre per­sas y grie­gos, que habían con­seguido rela­cionarse com­er­cial y cul­tural­mente de modo más o menos armo­nioso hasta entonces, sur­gen a par­tir del pla­gio de Ío, hija de Ínaco, quien, con­fun­dida entre la muchedum­bre que fre­cuentaba el puerto de Argos, se vio repenti­na­mente tomada por nave­g­antes feni­cios que enfi­laron hacia Egipto para nego­cia­rla como una mer­cancía cualquiera.

Por supuesto, Ío es sólo la primera de varias mujeres que habían ali­men­tado la dis­cor­dia entre grie­gos y per­sas. A ella le siguen Europa, Ea y, por supuesto, Helena de Esparta. Hasta allí, nada nuevo. Excepto que Heró­doto, casi furtiva­mente, desliza el sigu­iente comen­tario: “robar mujeres es a la ver­dad cosa de hom­bres injus­tos, pero afa­narse por ven­gar a las robadas es de necios, mien­tras no hacer ningún caso de éstas es pro­pio de sabios, porque bien claro está que, si ellas no lo quisiesen, nunca las robarían’’.

Resulta muy intere­sante que en medio de este mundo dom­i­nado por los apeti­tos de los hom­bres, Heró­doto encuen­tre esta suerte de con­trapeso femenino en su capaci­dad de aban­donar, en su vol­un­tad de desa­pare­cer. Las mujeres que se van, ya sea porque se han escapado con los troy­anos o porque han muerto mor­di­das por una ser­pi­ente, dejan tras de sí un vacío insond­able. Incluso si esa desapari­ción es torpe e invol­un­taria como la de Ío o cal­cu­lada como la de Helena, el resul­tado parece ser igual de cat­a­stró­fico. Perder una mujer es un tema que ha logrado llenar más pági­nas que cualquier otro en la his­to­ria de la lit­er­atura y, aun, en la his­to­ria de la humanidad, por más aparatoso que esto pueda sonar (cier­ta­mente a Heró­doto este tema no le pare­ció menor)

El último libro del escritor japonés Haruki Murakami, Hom­bres sin mujeres, pone el dedo en la llaga. Esta colec­ción de siete relatos, que con­mem­ora en su título el libro homón­imo de Ernest Hem­ing­way, ha sido recibido con algún entu­si­asmo por parte de la crítica inter­na­cional. Hay que decir que este vol­u­men ha sido pub­li­cado en inglés como The men with­out women, para difer­en­cia­rlo de aquél de Hem­ing­way que vio la luz en 1927. La may­oría de estos relatos ya había sido pub­li­cada por sep­a­rado en algu­nas revis­tas en inglés como el New Yorker a lo largo de los últi­mos nueve años y había recibido, en su momento, algu­nas buenos comen­tar­ios por parte de los lec­tores anglosajones. Afor­tu­nada­mente para los his­panoh­ab­lantes, menos propen­sos a aque­lla lec­tura atom­izada de las revis­tas cul­tur­ales, los cuen­tos se pudieron leer por vez primera en un solo vol­u­men cau­sando, a mi modo de ver, un efecto aún más grato del que se esper­aba. Digo esto porque hay cuen­tos que se pueden leer jun­tos, por ejem­plo “Drive my car’’ y “Kino’’.

La ver­dad es que el libro, como unidad, per­mite dis­tin­guir zonas comunes entre los relatos, sin que depen­dan unos de otros y sin que, de ningún modo, se com­parta más que el esce­nario, que en la may­oría de casos es Tokyo (aunque apare­cen otros pobla­dos), y el hecho de que obser­va­mos a hom­bres cuyo único rasgo en común es que, por una u otra razón, han per­dido una mujer. Los per­son­ajes están vin­cu­la­dos medi­ante una sór­dida sol­i­dari­dad pla­gada de silen­cios, de elu­cubra­ciones y de más­caras. Ése es el espa­cio (o zona) al que me refiero, y en la que el lec­tor está tam­bién depositado.

Pre­fiero usar el tér­mino sol­i­dari­dad y no com­pli­ci­dad, porque la com­pli­ci­dad implica siem­pre el conocimiento pro­fundo del otro, de sus secre­tos, y éste no es nece­sari­a­mente el caso de Hom­bres sin mujeres. Lo que se com­parte aquí es la pér­dida, si es que la pér­dida es algo que se pueda com­par­tir. Murakami parece decirnos que sí, que quizá sólo el luto que resulta de la desapari­ción de alguien querido puede real­mente acer­car a las per­sonas, más allá del papel que éstas jugaron en esa his­to­ria par­tic­u­lar; incluso si se trata de dos descono­ci­dos o de dos rivales, como se lee en el primer relato del vol­u­men “Drive my car’’: “Mien­tras bebían un whisky de malta en el bar, sen­ta­dos a una mesa algo apartada, Kafuku com­prendió una cosa: Que Takat­suki seguía sin­tién­dose atraído por su mujer [la mujer del primero]. Parecía que todavía no había logrado asumir el hecho de que estu­viera muerta y de que su cuerpo hubiera sido incin­er­ado y con­ver­tido en hue­sos y cenizas. Kafuku com­prendía sus sen­timien­tos. Las lágri­mas aso­maron a los ojos de Tat­suki varias veces mien­tras com­partían sus recuer­dos. A tal punto que uno sen­tía el impulso de ten­derle la mano […] Y de nuevo pensó que la mano que acababa de estrechar había acari­ci­ado el cuerpo desnudo de su mujer.”

Javier Marías recuerda que hasta el siglo xv existía en lengua inglesa una pal­abra que denom­inaba la relación entre dos hom­bres que com­partían una mujer o, que en todo caso, se la dis­puta­ban. La pal­abra es ge-licgan y Marías la ha tra­ducido como cony­a­cente. Esta es la relación que existe entre ambos per­son­ajes del cuento citado, una dinámica que se repite en el último relato, “Hom­bres sin mujeres’’, el cual empieza con una lla­mada en medio de la madru­gada y que se lee así: “Mi mujer se sui­cidó el miér­coles de la sem­ana pasada y, en cualquier caso, pensé que debía comu­nicárselo.’’ Como se podrá adiv­inar, el que llama es un marido engañado que encon­tró per­ti­nente infor­marle a su cony­a­cente que la mujer que solían tener en común y que, acaso, ambos ama­ban, se había quitado la vida y que entonces su relación podía darse por terminada.

Uno de los aspec­tos intere­santes de este libro es el que Murakami re-localice el sen­tido de la pér­dida, por lo menos en estos dos cuen­tos. Trata de obser­varla cuando el doliente ocupa un lugar mar­ginal y tal vez secreto en la vida de quien ha par­tido o desa­pare­cido. Las pom­pas que sobre­vienen a cualquier muerte sue­len estar des­ti­nadas casi con exclu­sivi­dad a los más alle­ga­dos, al marido en este caso, aunque tam­bién a los hijos, a los padres y los ami­gos más cer­canos. Nunca aquel que amó en secreto es objeto de sol­i­dari­dad alguna, aunque sea éste el que más difí­cil se las pueda ver con aque­lla ausen­cia. Éste es un gesto clave en la obra de Murakami, desde Sput­nik mi amor pasando Tokyo Blues: la mirada oblicua sobre la pér­dida, una mirada que, por cierto, per­mite rodearla, afrontarla desde otros flan­cos aunque sea para com­pro­bar su incon­men­su­ra­bil­i­dad, aunque siga siendo incomprensible.

Quizá el relato que de man­era man­i­fi­esta rev­ela este pro­ced­imiento es “Un órgano inde­pen­di­ente’’. El cuento habla de un soli­tario y ele­gante ciru­jano plás­tico, rel­a­ti­va­mente joven, que antes de cono­cer a la mujer cuya par­tida recla­maría su vida, descreía tajan­te­mente del enam­oramiento, del mat­ri­mo­nio y se restringía a man­tener rela­ciones más bien breves y casuales con todo tipo de mujeres: solteras, casadas o divor­ci­adas. Daba lo mismo. El aban­dono de aque­lla última mujer, que decidió escaparse con un ter­cer amante, lo llevó a realizar la dramática y sospe­chosa haz­aña de dejarse morir de ham­bre en su habitación. Se aban­donó a la cama de su lujoso depar­ta­mento en Tokyo y se dedicó a desa­pare­cer físi­ca­mente, como había visto que les ocur­ría a los pri­sioneros en los cam­pos de con­cen­tración de la Segunda Guerra Mundial a causa del ham­bre. Todo esto es con­tado por un nar­rador, más o menos descon­fi­able, que admite no saber lo sufi­ciente del per­son­aje a quien solo conocía porque com­partían el mismo gim­na­sio y oca­sion­al­mente una copa de whisky.

Volviendo al tema del desplaza­miento, este se observa de man­era muy clara en este cuento gra­cias a lo que nos rev­ela el nar­rador. Según éste, no existe ninguna expli­cación racional para que su fugaz com­pañero de ejer­ci­cio haya tomado tan drás­tica medida. Lo único que dice recor­dar es que en sus últi­mas con­ver­sa­ciones el difundo había repetido: “Últi­ma­mente no dejo de pen­sar en qué demo­nios soy.’’ Esa mirada en apari­en­cia obje­tiva del obser­vador externo, y que posi­ble­mente podría expli­carse con mayor calma lo acae­cido, queda tam­bién atónita ante la pér­dida, sin respuesta disponible, sin nada más que el relato de lo suce­dido. En las últi­mas líneas del relato nos dice: “Por ese motivo, es decir, para no olvi­darme del doc­tor Tokai, escribo estas líneas’’, como si de ante­mano supiera que no hay nada explic­a­ble respecto a un pér­dida. Nos desplace­mos a donde nos desplace­mos, parece pro­poner Murakami, la pér­dida fun­ciona como un espa­cio neg­a­tivo y vacío que no podemos apre­hen­der, ni busca nues­tra com­pren­sión; nos con­dena a una suerte de luto imposi­ble, tal como lo escribía Hölderlin.

Esta imposi­bil­i­dad del luto, este vacío incom­pren­si­ble, ha sido todo un tema en la lit­er­atura de Murakami. Me parece, sin embargo, que vale la pena usar estos cuen­tos para inda­gar en ello y obser­var cómo el autor las ha puesto en fun­cionamiento nar­ra­ti­va­mente. Yo lla­maría a la téc­nica nar­ra­tiva que uti­liza la estética del rec­hazo, para uti­lizar un con­cepto que la crítica norteam­er­i­cana Doris Som­mer ha dis­eñado para leer autores a los que denom­ina par­tic­u­lar­is­tas (menores, para un tér­mino más famil­iar). Para la autora, resulta intere­sante que en algu­nas de las obras que más hemos dis­cu­tido en el siglo xx aparezca esta estética del rec­hazo como una especie de resisten­cia ante los lec­tores eru­di­tos que pre­tenden enten­der el texto más que los pro­pios autores. Me parece per­ti­nente encon­trar algún ejem­plo de aque­llo en Murakami, sobre todo como réplica a quienes lo leen sólo como un autor pop, fácil y com­ple­ta­mente ven­dido al mer­cado editorial.

Hay algo de ver­dad en esto último. El japonés es, en defin­i­tiva, un autor que tras haber ven­dido mil­lones de copias con sus nov­e­las y gozar de una pop­u­lar­i­dad cre­ciente en todo el mundo, hace sospechar a más de un eru­dito sobre su tal­ento. Sin embargo, para Som­mer, la posi­bil­i­dad del rec­hazo debe sur­gir jus­ta­mente a través de un movimiento de aprox­i­mación y, éste, de una suerte de seduc­ción que el texto infringe en el lec­tor eru­dito quien, inca­paz de desviarse de sus con­vic­ciones estéti­cas y políti­cas, asume el juego her­menéu­tico y cae en las tram­pas que le tenían preparado.

Hasta donde puedo obser­var, Murakami nos rec­haza cada vez que inten­ta­mos com­pren­der el texto, para usar el tér­mino que la her­menéu­tica filosó­fica nos ha impuesto en los últi­mos sesenta años. Nos rec­haza, no obstante, una vez que nos ha seducido con los fetiches más queri­dos de la cul­tura occi­den­tal, como los Bea­t­les o Woody Allen o el jazz, obje­tos que sin duda (por otro lado) tam­bién son muy apre­ci­a­dos por el autor y la cul­tura de la cual proviene. Una vez inser­tos allí, cómo­dos, es cuando nos habla del sui­cidio, de la muerte, del dolor, de la pér­dida. Y lo hace, empero, sin pre­tender embau­carnos en expli­ca­ciones fal­sa­mente inteligentes, en tram­pas int­elec­tuales que marean a los lec­tores exce­si­va­mente deseantes de jugar aje­drez sin que el autor quiera. No con­cede Murakami secreto alguno de lo que aun para él, el dueño de esos per­son­ajes, le resulta inaccesible.

Podemos encon­trar var­ios pasajes en los que nos encon­tramos frases como esta: “Ella me lo ocultó, como es obvio, pero yo sim­ple­mente me enteré. Con­tártelo me lle­varía una eternidad [y no lo cuenta].’’ En este frag­mento, Murakami mantiene a salvo el secreto de la his­to­ria, no ter­mina de decirnos lo que, en esta cul­tura del chisme y del morbo, nos resulta irre­sistible de querer cono­cer: cómo se enteró de que le esta­ban poniendo el cuerno. Se lo guarda para sí, le pide al lec­tor una dis­tan­cia con el texto, le plantea un espa­cio de nego­ciación (o de vac­ilación) en donde este último no puede bus­car, si está sano, más expli­ca­ciones de las que ya se encuen­tran en el texto.

A mi modo de ver, tal detalle que, como dije, se repite en casi todos los relatos de este vol­u­men, sea quizá parte del atrac­tivo que ha tenido entre cierta crítica que empez­aba a creer que Murakami ocu­paba ya un lugar en la lit­er­atura New Age y el tur­ismo int­elec­tual. Quizá hay allí un sen­timiento de impo­ten­cia ante estas nar­ra­ciones que provocó las reac­ciones de asom­bro y sus­pen­sión, como la del crítico de Babelia Car­los Zanón: “Quer­e­mos que siga hablando, que no acabe nunca, no con­ce­bi­mos trage­dia peor que nos deje a medias y no volverla a ver.” Zanón se está refiriendo al que con­sid­era el mejor relato de la selec­ción: “Sherezade”. En efecto, es un relato que nos deja que­riendo más: Sherezade (que no es su ver­dadero nom­bre) es una mujer que, tras acostarse con el nar­rador, le cuenta his­to­rias que ter­mi­nan repenti­na­mente y que se quedan siem­pre incom­ple­tas. El nar­rador queda ávido de un clí­max que lo con­cluya todo con fue­gos arti­fi­ciales: lo único que le queda, como al lec­tor, es la ima­gen de la mujer yén­dose en su Mazda azul y la incer­tidum­bre de si volverá a verla alguna vez.

Esta sen­sación a la vez de asom­bro y de frus­tración es, según mi punto de vista, tam­bién con­se­cuen­cia del género del libro. Creo que el hecho de que este­mos leyendo cuen­tos y no una nov­ela ha provo­cado que esta nueva lec­tura de Murakami sea tan poderosa como lo ha sido. Las nov­e­las, según me lo dijo alguna vez Guillermo Espinosa, tienen demasi­ado entreten­imiento, nos hacen perder de vista muchas veces lo que vuelve impor­tante a un texto. El cuento, siem­pre más económico y dis­creto, parece ir al punto sin extrav­a­gan­cias estruc­turales y sin la aneste­sia que supo­nen las cada vez más pom­posas jun­glas retóri­cas de los nov­el­is­tas, del pro­pio Murakami, entre muchos de ellos.

Ya el cat­e­drático francés Hun­suke Tsu­rumi cuenta que Laf­ca­dio Hearn, un reportero descen­di­ente de padre irlandés y madre griega que vivió en Japón durante las últi­mas décadas de su vida y fue cono­cido por aglom­erar en var­ios volúmenes una serie de cuen­tos pop­u­lares japone­ses, hacía que su esposa, la hija de un samu­rai empo­bre­cido y errante (un ronin, como se auto­de­nom­ina Kitaru, el per­son­aje del relato “Yes­ter­day”), le con­tara noche a noche los cuen­tos que ella se sabía de memo­ria y que lo enam­oraron. Hacía que se los volviera a con­tar como si detrás de ellos pudiera encon­trar algún secreto. El cuento está, sin duda, más próx­imo a las cul­turas no occi­den­tales, y tiene al mismo tiempo la fun­ción de enten­der los secre­tos del mundo y de guardar­los. Pero está tam­bién más próx­imo a las per­sonas, más allá de la cul­tura a la que se pertenezca. Cualquiera puede con­tar una his­to­ria. Cualquier hom­bre puede con­tar la his­to­ria de cómo ha per­dido a una mujer, porque cualquiera puede perderla y eso, parece decirnos Murakami, es algo que con­viene jamás olvi­dar (sobre todo en este país): “Con­ver­tirse en un hom­bre sin mujer es muy sen­cillo: basta con amar loca­mente a una mujer y que luego ella se marche a alguna parte. En la may­oría de los casos (como bien sabrás), son taima­dos marineros quienes se las lle­van. Las seducen con su labia y las embar­can deprisa hacia Marsella o Costa de Marfil. Prác­ti­ca­mente nada podemos hacer frente a ello. Tam­bién es posi­ble que ellas mis­mas acaben quitán­dose la vida, sin haberse rela­cionado con ningún marinero. Frente a eso tam­poco podemos hacer nada. Ni siquiera los marineros pueden […] En eso con­siste perder a una mujer. Y en oca­siones perder a una mujer supone perder­las a todas.” 

(Crítica publicada por Fernando Montenegro)

Sólo me queda recomendaros la lectura de este "Hombres sin mujeres" que seguro os gustará. Si ya sois seguidores de Murakami, no os decepcionará porque están los elementos habituales de su literatura, y si no lo sois, os aseguro que es una buena oportunidad para entrar de lleno en su mundo. A mí me ha convencido, y mucho. 

Extracto del relato "Drive my car": Ojalá se hubiera atrevido a preguntarle, cuando aún estaba viva, la razón por la que, a pesar de todo, se había acostado con otros. A menudo pensaba en ello. En realidad había estado a punto de interrogarla: ¿qué buscabas en ellos? ¿Qué me faltaba a mí? Fue pocos meses antes de que falleciera. Pero al final no tuvo el valor para abordar el asunto ante una mujer que, atormentada por fuertes dolores, luchaba contra la muerte. Y ella desapareció del mundo en que él vivía sin haberle dado ninguna explicación. Preguntas no formuladas y respuestas no concedidas. En eso pensaba hondamente Kafuku mientras recogía en silencio las cenizas de su esposa en el crematorio. 

 
 Haruki Murakami, Hom­bres sin mujeres, Tus­quets, Barcelona, 2015, 272 p.

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