LAS CUATRO ESTACIONES
5ª parte
Otoño (2ª parte)
IX
El camino a la escuela
Hoy
quiero recorrer de alguna manera, aquel camino que, día a día hacía cada mañana
y cada tarde para ir al colegio. Todo ese trayecto se hacía andando, los niños
de antaño caminábamos mucho; ahora es diferente, porque los papás tienen
vehículo y los pequeños se mueven casi siempre entre cuatro ruedas. Nosotros
nos movíamos entre el suelo y unos buenos zapatos. Estos estaban hechos a
conciencia, con una suela de goma muy gorda, para que durara todo el curso
escolar; ellos eran los únicos zapatos que se usaban. Bueno para no mentir,
tengo que decir, que también existían los zapatos de los domingos, aquellos
zapatitos azules en invierno y blancos en verano, que nuestras madres nos
preparaban cuando nos arreglábamos los Domingos para ir a misa.
En
aquellas escuelas de los 60, los "babis" de rayas azules y blancas,
como se nombraba a los uniformes, ocultaban la ropa y disolvían prejuicios. En
ese conjunto no había espacio para las diferencias. Los zapatos, lustrados cada
noche con betún, se cubrían enseguida con polvo escolar, mezcla de tierra y
tiza.
La
escuela, estaba apartada del poblado junto a la capilla, una pequeña explanada
separaba la casa de la maestra del pequeño pabellón donde la señorita Maruja
nos daba las clases, esta pequeña explanada lucía grandes trozos cubiertos de
pequeños brotes de hierba que iban apareciendo paulatinamente, mezclada con tierra
y pequeñas piedras.
Volviendo
al camino y, haciendo una evocación a aquellos días, me imagino allí; entre
aquella maleza. Una vez que se cruzaba los pabellones, empezaba un camino de
tierra que acortaba la distancia que había desde mi casa al colegio. Al fondo,
aparecía majestuosa la cascada o como nosotros le llamábamos, “el chorrero”,
presidía el poblado, era posiblemente el elemento del paisaje más reconocido
por todos, el santo y seña del Salto.
En
ese camino nos entreteníamos, sobre todo a la vuelta, ya que no teníamos tanta
prisa. Cada día era como atravesar un pequeño campo, lleno de flores
silvestres: amapolas, margaritas, otras que desconozco sus nombres y muchos pinos y matorrales. En uno de los laterales,
la parte que bajaba en dirección al río, zarzas silvestres que se enroscaban en
grises piedras cubiertas de musgo y pequeñas fuentes que manaban un agua
limpia, clara y fría, en esta parte, había que pasar con cuidado para no
resbalar y caer. En el borde del camino, también en otras partes del poblado,
podíamos encontrar y comer esa fruta tan sencilla y humilde que son las moras.
¿Qué buenas estaban cuando las comíamos recién cogidas del zarzal! Aquellos
niños, teníamos algo distinto a los demás, era nuestro amor a la naturaleza.
Cuantas
cosas puedo contar de aquellos días; ya
había finalizado los años cincuenta y habíamos entrado en los sesenta, apenas
yo tenía ocho años, pero os aseguro que mis recuerdos están intactos, será
porque ya soy mayorcito, y es la hora de traer a través de la memoria evocativa
todas las hazañas de aquellos maravillosos tiempos.
Realmente
cuando me pongo a exteriorizar aquellos recuerdos, no puedo menos que llevarme
las manos a la cabeza, y comprobar, lo distinto que es todo. Aunque la
inocencia infantil, puede que sea la misma, el escenario es otro, no se asemeja
en nada a nuestras calles, cuando éramos felices con los juegos infantiles.
Recuerdo que cuando llegábamos del colegio por las tardes, en cualquier radio,
de cualquier vecino, nos merendábamos “Yo soy aquel negrito, del África
tropical……..” y allí estaban nuestras madres, ofreciéndonos la merienda: el
vaso de leche en polvo y los bocadillos de pan untado en vino y azúcar,
mantequilla… según economía. A los pocos minutos, ya estábamos en la calle,
algunos incluso con el bocadillo en la mano, para empezar con nuestros juegos
que se realizaba en la calle.
Es
cierto, los niños de entonces nunca nos aburríamos. Salvo esas tardes de
verano, calurosísimas, en que teníamos que esperar a que nos hiciera la
digestión y nuestras madres se empeñaban en que nos echáramos la siesta.
Recuerdo esas dos horas interminables hasta que podíamos lanzarnos al río o la
piscina.
Lo
cierto es que trataron de hacer con nosotros unos hombres y mujeres más
instruidos, y libres. Y es que para ser maestro es necesario tener una buena
dosis de paciencia y generosidad. Pero la vieja y fría escuela del Salto de
Millares ya no existe aunque pervive en nuestra imaginación de niños. Y de
aquellos primeros años de ilusión, de travesuras, de correndillas y pescozones,
sólo nos queda el nostálgico recuerdo de la memoria y una triste fotografía.
Yo
siempre he sido muy nostálgico. Siempre busco en el baúl de los recuerdos, y
como dice la canción cualquier tiempo pasado parece mejor.
Cuando
uno está peleándose con el mundo, o con un simple problema piensa, "caray,
con lo feliz que era yo a los 7 años que no tenía que preocuparme más que de
dormir, comer y jugar...".
Final de la 5ª parte
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