viernes, 9 de agosto de 2013

Una leyenda noruega



El viejo Haakon cuidaba cierta Ermita. En ella se veneraba un crucifijo de mucha devoción.
Este crucifijo recibía  el nombre, bien significativo de "Cristo de los Favores". Todos acudían allí para pedirle al Santo Cristo.
Un  día el ermitaño Haakon quiso pedirle  un favor.  Lo impulsaba un sentimiento generoso.
Se arrodilló  ante  la  imagen y le dijo:
"Señor, quiero padecer  por  ti. Déjame ocupar tu puesto. Quiero reemplazarte en La Cruz." 
Y se quedó fijo con  la  mirada  puesta en  la  Sagrada Efigie, como esperando la respuesta.  El Crucificado abrió sus labios y habló. Sus palabras cayeron de lo alto, susurrantes   y amonestadoras: 
"Accedo a tu deseo, pero ha de ser con una condición."
“Cuál, Señor?”, - preguntó  con  acento suplicante Haakon.
“Es una condición difícil”.
“Estoy dispuesto a cumplirla con tu ayuda, Señor” -respondió el viejo ermitaño.
Escucha: suceda lo que suceda y veas lo que veas, has de guardar siempre silencio.
Haakon contestó:
“Os, lo prometo, Señor “
Y  se  efectuó el cambio. Nadie advirtió el trueque. Nadie reconoció al ermitaño,  colgado  de  cuatro clavos  en la Cruz. El Señor ocupaba el puesto de Haakon.  Y éste por largo tiempo cumplió el compromiso. A nadie dijo nada. Los devotos seguían desfilando pidiendo favores. 
Pero un día, llegó un rico, después de haber orado,  dejó allí olvidada su cartera.  Haakon  lo  vió  y  calló. Tampoco dijo nada cuando un pobre, que vino dos horas después,  se apropió de  la  cartera  del rico. Ni tampoco dijo nada cuando un muchacho  se postró  ante  él poco después para pedirle su gracia antes de emprender un largo viaje. Pero en ese momento volvió a entrar el rico en busca de la bolsa.  Al no hallarla, pensó que el muchacho se la había apropiado.
El rico se volvió al joven y le dijo iracundo:
“Dame la bolsa que me has robado!”
El joven sorprendido, replicó:
“No he robado ninguna bolsa”.
“No mientas, devuélvemela enseguida!”
“Le repito que no he cogido ninguna bolsa”, afirmó el muchacho.
El rico arremetió, furioso contra él.
Sonó entonces una voz fuerte: 
"Detente!”
El  rico  miró hacia arriba y vió que la imagen le hablaba. Haakon, que no pudo permanecer  en silencio, grito, defendió al joven, increpó al rico por la falsa acusación. Este  quedó anonadado, y salió de la Ermita.  El joven salió también porque tenía prisa para emprender su viaje. 
Cuando la Ermita quedó a solas, Cristo se dirigió a su siervo y le dijo: 
“Baja de la Cruz. No sirves  para ocupar mi puesto. No has sabido guardar silencio”.
“Señor, dijo Haakon, "Cómo iba a permitir esa injusticia?.
Se  cambiaron  los oficios. Jesús ocupó la Cruz de nuevo y el ermitaño que quedó ante el Crucifijo.
El Señor, clavado, siguió hablando:
“Tú no sabías que al rico le convenía perder la bolsa, pues llevaba en ella el precio de la virginidad de una joven mujer. El pobre, por el contrario, tenía necesidad de ese dinero e hizo bien en llevárselo; en cuanto al muchacho que iba a ser golpeado, sus heridas le hubiesen impedido realizar el viaje que para él resultaría fatal. Ahora, hace unos minutos acaba de zozobrar el barco y él ha perdido la vida. Tú no sabías nada. Yo sí sé. Por eso callo”.
Y la sagrada imagen del crucificado guardó silencio.
Y hasta aquí la Leyenda Noruega, tan significativa "Dios calla, y cuando habla, sus palabras no destruyen del todo."
Cuantas veces no pretendemos dirigir nuestro destino creyendo que es lo mejor para nosotros...Solo Dios sabe lo que es mejor para nosotros. Hay que aprender a aceptar su voluntad, aunque a veces no la comprendamos.

sábado, 3 de agosto de 2013

Nueve vacas

 
Nueve vacas
Dos amigos marineros viajaban en un buque carguero por todo el mundo, y todo el tiempo estaban juntos. Así que, esperaban la llegada a cada puerto para bajar a tierra, encontrarse con mujeres, beber y divertirse.
Un día llegan a una isla perdida en el Pacífico, desembarcan y se van al  pueblo para aprovechar las pocas horas que iban a permanecer en tierra.
En el camino se cruzan con una mujer que está arrodillada en un pequeño río lavando ropa.
Uno de ellos se detiene y le dice al otro que lo espere, que quiere conocer y conversar con esa mujer. El amigo, al verla y notar que esa mujer no es nada del otro mundo, le dice que para qué, si en el pueblo seguramente iban a encontrar chicas más lindas, más dispuestas y divertidas.
Sin embargo, sin escucharlo, el primero se acerca a la mujer y comienza  a hablarle y preguntarle sobre su vida y sus costumbres.
Cómo se llama,  qué es lo que hace, cuántos años tiene, si puede acompañarlo a caminar por la isla.
La mujer escucha cada pregunta sin responder ni dejar de lavar la ropa, hasta que finalmente le dice al marinero que las costumbres del lugar le impiden hablar con un hombre, salvo que este manifieste la intención de casarse con ella, y en ese caso debe hablar primero con su padre, que es el jefe o patriarca del pueblo.
El hombre la mira y le dice: “Está bien. Llévame ante tu padre. Quiero casarme contigo”.
El amigo, cuando escucha esto, no lo puede creer. Piensa que es una broma, un truco de su amigo para entablar relación con esa mujer. Y le dice: “¿Para qué tanto lío? Hay un montón de mujeres más lindas en el pueblo. ¿Para qué tomarse tanto trabajo?”.
El hombre le responde: “No es una broma. Me quiero casar con ella. Quiero ver a su padre para pedir su mano”.
Su amigo, más sorprendido aún, siguió insistiendo con argumentos tipo:
“¿Tú estás loco?”, “¿Qué le viste?”, “¿Qué te pasó?”, “¿Seguro que no tomaste nada?” y cosas por el estilo.
Pero el hombre, como si no escuchase a su amigo, siguió a la mujer hasta el encuentro con el patriarca de la aldea.
El hombre le explica que habían llegado recién a esa isla, y que le venía a manifestar su interés de casarse con una de sus hijas. El jefe de la tribu lo escucha y le dice que en esa aldea la costumbre era pagar una dote por la mujer que se elegía para casarse.
Le explica que tiene varias hijas, y que el valor de la dote varía según las bondades de cada una de ellas, por las más hermosas y más jóvenes se debía pagar 9 vacas, las había no tan hermosas y jóvenes, pero que eran excelentes cuidando los niños, que costaban 8 vacas, y así disminuía el valor de la dote al tener menos virtudes.
El marino le explica que entre las mujeres de la tribu había elegido a una que vio lavando ropa en un arroyo, y el jefe le dice que esa mujer, por no ser tan agraciada, le podría costar 3 vacas.
“Está bien” respondió el hombre, “me quedo con la mujer que elegí y pago por ella nueve vacas”.
El padre de la mujer, al escucharlo, le dijo: “Ud. no entiende. La mujer que eligió cuesta tres vacas, mis otras hijas, más jóvenes, cuestan  nueve vacas”.
“Entiendo muy bien”, respondió nuevamente el hombre, “me quedo con la mujer que elegí y pago por ella nueve vacas”.
Ante la insistencia del hombre, el padre, pensando que siempre aparece un loco, aceptó y de inmediato comenzaron los preparativos para la boda, que iba a realizarse lo antes posible.
El marinero amigo no lo podía creer. Pensó que el hombre había enloquecido de repente, que se había enfermado, que se había contagiado de una rara fiebre tropical. No aceptaba que una amistad de tantos años se iba a terminar en unas pocas horas. Que él partiría y su mejor amigo se quedaría en una perdida islita del Pacífico.
Finalmente, la ceremonia se realizó, el hombre se casó con la mujer nativa, su amigo fue testigo de la boda y a la mañana siguiente partió en el barco, dejando en esa isla a su amigo de toda la vida.
El tiempo pasó, el marinero siguió recorriendo mares y puertos a bordo de los barcos cargueros más diversos y siempre recordaba a su amigo y se preguntaba: “¿qué estaría haciendo?, ¿cómo sería su vida?,  ¿viviría aún?”.
 Un día, el itinerario de un viaje lo llevó al mismo puerto donde años atrás se había despedido de su amigo. Estaba ansioso por saber de él, por verlo, abrazarlo, conversar y saber de su vida.
Así es que, en cuanto el barco amarró, saltó al muelle y comenzó a caminar apurado hacia el pueblo.
“¿Dónde estaría su amigo?,  ¿Seguiría en la isla?, ¿Se habría acostumbrado a esa vida o tal vez se habría ido en otro barco?”
De camino al pueblo, se cruzó con un grupo de gente que venía caminando por la playa, en un espectáculo magnífico.
Entre todos, llevaban en alto y sentada en una silla a una mujer bellísima.
Todos cantaban hermosas canciones y obsequiaban flores a la mujer y esta los retribuía con pétalos y guirnaldas.
El marinero se quedó quieto, parado en el camino hasta que el cortejo se perdió de su vista. Luego, retomó su senda en busca de su amigo.
Al poco tiempo, lo encontró. Se saludaron y abrazaron como lo hacen dos buenos amigos que no se ven durante mucho tiempo.
El marinero no paraba de preguntar: “¿Y cómo te fue?,  ¿Te acostumbraste a vivir aquí?, ¿Te gusta esta vida?, ¿No quieres volver?”
Finalmente se anima a preguntarle: “¿Y cómo está tu esposa?”
Al escuchar esa pregunta, su amigo le respondió: “Muy bien, espléndida. Es más, creo que la viste llevada en andas por un grupo de gente en la playa que festejaba su cumpleaños”.
El marinero, al escuchar esto y recordando a la mujer insulsa que años atrás encontraron lavando ropa, preguntó: “¿Entonces, te separaste? No es la misma mujer que yo conocí, ¿no es cierto?”.
“Si” dijo su amigo, “es la misma mujer que encontramos lavando ropa hace años atrás”.
“Pero, es muchísimo más hermosa, femenina y agradable,  ¿cómo puede ser?”,  preguntó el marinero.
“Muy sencillo” respondió su amigo. “Me pidieron de dote 3 vacas por ella, y ella creía que valía 3 vacas. Pero yo pagué por ella 9 vacas, la traté y consideré siempre como una mujer de 9 vacas. La amé como a una mujer de 9 vacas. Y ella se transformó en una mujer de 9 vacas”.
 Cuando alguien nos valora y nos estimula, con sinceridad y amor, obramos cambios impensados...