No hace mucho, el ilustrador (y, a su manera, crítico literario) Grant Snider publicó en las páginas dominicales de The New York Times una tan graciosa y sentida como precisa e implacable autopsia de las motivaciones, tics, taras y trucos de Haruki Murakami. Allí, bajo el título de Bingo Murakami y en una sucesión de veinticinco casillas, a leer y mirar de derecha e izquierda y de arriba abajo, se enumeraban las constantes temáticas en la ya amplia obra del japonés nacido en Kioto, 1949. A saber: (1) Mujer misteriosa, (2) Fetiche con las orejas, (3) Pozo seco, (4) Algo que desaparece, (5) Sensación de ser seguido por alguien, (6) Llamada telefónica inesperada, (7) Gatos, (8) Viejo disco de jazz, (9) Depresión o aburrimiento urbano, (10) Poderes sobrenaturales, (11) Correr, (12) Pasadizo secreto, (13) Espacio libre, (14) Estación de trenes, (15) Flashback histórico, (16) Adolescente precoz, (17) Cocinar, (18) Hablarles a los gatos, (19) Mundos paralelos, (20) Sexo fuera de lo común, (21) Portada diseñada por Chip Kidd, (22) Tokio por la noche, (23) Nombre inusual, (24) Villano sin rostro, y (25) Gatos que desaparecen.
En Los años de peregrinación del chico sin color figuran los ítem (1, 4, 7 y 16: la trágica y alucinada Yuzuki Shirane), (2: “Sus orejas sobresalían a través del largo cabello”), (5: el nadador y el “mal espíritu”), (6: un teléfono suena en las últimas páginas), (8: pero el jazz, más allá de una mención a Round Midnight, muta a música clásica y al Franz Liszt de Le mal du pays como melancólico disparo mental de largada), (9: bostezos varios), (10 y 19: la historia de espectros bidimensionales del padre de Haida y la posibilidad del ayer como tiempo bifurcado), (11: nadar como forma de correr en el agua), (13: el desplazamiento a Helsinki), (14: muchos y muchas trenes y sus estaciones), (15: retorno al pasado, aunque en clave más íntima que pública), (18: el personaje del místico-gastronómico amigo Haida, quien dictamina que “el cocinero odia al camarero y ambos odian al cliente”), (20 y 22: las bizarras y muy privadas poluciones nocturnas del protagonista proyectándose en las calles de la impersonal ciudad), y (23: los apellidos cromáticos de los amigos del antiheroico héroe).
Pero de lo que nada apunta Snider –y es un rasgo físico tan característico y reconocible de Murakami como sus recurrencias en lo argumental– es algo acerca de los tamaños que maneja a la hora de sentarse a escribir y sentarnos a leerlo. Así, en sus novelas –tal vez administradas desde el punto de vista de quien ha hecho del acto de correr filosofía y método casi zen– está el maratónico macro Murakami de, por ejemplo, Crónica del pájaro que da cuerda al mundo o Kafka en la orilla, y está el micro Murakami de cien metros planos de la acaso insuperable Al sur de la frontera, al oeste del sol. Así también, luego de la híper física y olímpica 1Q84 llega la disciplina casi mental y meditativa (más cercana a relatos como “Tony Takitani”, incluido en Sauce ciego, mujer dormida y funcionando casi como una saga tamaño bonsai) de Los años de peregrinación del chico sin color devolviéndonos al que tal vez sea el Murakami más y mejor balanceado. Aquel que entiende que no hay elemento más fantástico y fantasmagórico que la puesta en marcha de la memoria.
Al final –pero nunca finalmente, porque nada es definitivo y el viaje continúa– las explicaciones de lo sucedido se erigirán en un nuevo enigma. Y una terrible mentira es el velo que esconde verdades acaso más terribles y –como en Antigua luz, de John Banville– luego de tantas variaciones se alcanza, marcha atrás, el aria de lo que en realidad sucedió. Una triste melodía sonando por encima de aquello que se decidió recordar y que no siempre fue exactamente así porque –como le predica a Tazaki el gurú empresarial-new age Aka–: “La verdad es como una ciudad semienterrada en la arena. Con el paso del tiempo, unas veces la arena va acumulándose hasta ocultarla; otras, el viento la limpia hasta que emerge por completo”.
Pero por encima de las curvas y desvíos, lo que vuelve a imponerse –y lo que Murakami impone en Los años de peregrinación…– es más un estado de ánimo que una trama. Un nuevo trayecto del ya clásico Murakami Express. Como siempre, leer a Murakami –a quien se ama o se odia, a quien se entiende o se considera incomprensible– es entrar en algo, viajar a otro sitio, volver a un territorio en el que sólo él ha conseguido un perfecto destilado en el que se funden Oriente y Occidente, lo pop y lo culto. No es fácil hacerlo, pero es tan sencillo de leer y disfrutar.
Días atrás, en los preliminares de una nueva batalla por el Nobel de Literatura en el que Haruki Murakami y Alice Munro partían como opuestos favoritos, mucho se escribió en relación con el realismo de la canadiense comparado con el delirio del japonés. Lo que, pienso, es un grave error. Porque los personajes de Murakami son tan verosímiles como los de Munro. Son perfectamente ciertos y posibles. Sólo que viven y comen y viajan y se aburren y hacen el amor y escuchan música y acarician a sus gatos y caminan en la oscuridad por otro planeta que está en éste: el planeta Murakami.
Otra vez, de nuevo, todos y todo a bordo.
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