EL PRIMER CÍRCULO – Alexander
Solzhenitsyn
Sordo e inmune a los cantos de
sirena del estalinismo, a diferencia de muchos de sus colegas de la
intelectualidad francesa, Raymond Aron ironizó en 1950 sobre el hecho de que la
izquierda europea idolatrase a un “constructor de pirámides”; en efecto, pocos
de esa izquierda reconocían en el líder supremo de la Unión Soviética al
déspota oriental cuyos métodos y fechorías merecían tanta repulsa como los de
Hitler. Lo cierto es que, para entonces, los métodos de Stalin y su régimen se
habían diversificado. A su haber tenían no sólo unas iniciativas tan
despiadadas –faraónicas en el peor sentido del término- como la construcción
del canal del Mar Blanco y la colectivización del agro, con su larguísima
cuenta en vidas humanas, sino también la fundación de prisiones especiales en
las que caían científicos, ingenieros, técnicos y obreros cualificados,
extraídos todos ellos de la vasta red de campos de concentración a fin de
ponerlos a trabajar en proyectos similares a los que, en Occidente, se
desarrollaban en laboratorios y centros de investigación
científico-tecnológica. La jerga carcelaria rusa reservaba a estas prisiones el
mote de sharashkas, y los zeks (reclusos) que iban a parar a ellas se
consideraban afortunados, pues las condiciones de subsistencia en una sharashka
eran incomparablemente más llevaderas que las de los campos corrientes. Con
todo, no dejaban de ser prisiones, y en un sistema como el soviético
representaban una forma refinada pero no menos deleznable de arbitrariedad y
explotación. Eran, las sharashkas, el Primer Círculo del dantesco infierno
concentracionario, y la novela homónima de Solzhenitsyn es su dramático lienzo
literario.
Alexander Solzhenitsyn, formado
como físico y matemático y devenido oficial de artillería durante la Segunda
Guerra Mundial, fue del número ingente de los zeks. Servía en territorio
prusiano como combatiente condecorado cuando cayó en desgracia a raíz de una
apenas velada crítica a Stalin, detectada por la censura en su correspondencia
privada. Tras ocho años de calvario en el Gulag, una de cuyas estaciones fue
precisamente una sharashka, la desestalinización puso fin a su destierro en
Asia Central en 1956, culminando unos años después la primera redacción de su
novela sobre la vida en una prisión especial. Titulada El primer círculo, la
obra conoció el destino de tantos y tantos de sus equivalentes en la URSS:
censura, mutilación, requisamiento, reescritura. Después de que el KGB vedara
definitivamente su publicación, en 1967 se difundió en su quinta versión por la
vía del samizdat (edición y distribución clandestina). Al año siguiente la
sexta versión fue publicada en ruso en los EE.UU., a partir de una copia
microfilmada y llevada a Occidente unos años antes; esta edición, que consta de
87 capítulos, fue prontamente traducida a una multitud de idiomas. La redacción
definitiva (séptima versión, de 96 capítulos) la acabó Solzhenitsyn en 1968, y
en castellano fue publicada por primera vez por Tusquets, en 1992 (edición de
749 páginas).
Como se puede suponer, la novela
debe su título al imaginario dantesco y sus círculos infernales. Sobre la
naturaleza de la prisión que sirve de escenario central en El primer círculo,
el diálogo sostenido por dos de sus personajes es decidor:
«- La sharashka, si quiere usted,
la inventó Dante. Se devanaba los sesos pensando dónde colocar a los antiguos
sabios. Su deber de cristiano le ordenaba arrojar a esos paganos al infierno.
Pero la conciencia de un renacentista no podía aceptar que tan ilustres varones
se mezclaran con los demás pecadores y fueran sometidos a castigos corporales.
Y Dante ideó para ellos un lugar especial en el infierno. […]
- Eh, eh, Lev Grigórich, yo le
explicaré de un modo muchísimo más accesible a Herr Profesor lo que es la
sharashka. Hay que leer los editoriales del Pravda: “Está demostrado que la
alta producción de lana depende de cómo se alimente y se cuide la oveja”.»
El primer círculo es novela coral
y narración testimonial. Su ambientación la provee la prisión-laboratorio de
Marfino, en los arrabales de Moscú, a fines de 1949. Se trata de una sharashka
abocada a la investigación de materias relativas a la acústica y la
radiotelefonía, y como centro penitenciario que es, reviste la forma de un
microcosmos que congrega a 250 reclusos y algunas decenas de personal carcelario
y técnico-científico libre. La novela condensa la vida en Marfino durante los
cuatro días que transcurren a partir del 24 de diciembre del referido año. Su
trama se despliega en torno a un nudo argumental: en la víspera de Nochebuena,
un joven y promisorio funcionario del servicio diplomático soviético, en quien
ha germinado la semilla de la duda y la inconformidad, se comunica por teléfono
con la embajada estadounidense con el objeto de prevenirla de un acto de
espionaje relacionado con la bomba atómica. (En la primera versión conocida en
Occidente, el asunto en cuestión era un secreto de la industria farmacéutica.)
El aparato soviético de seguridad ha captado el llamado y sus engranajes se
ponen en marcha. Sobre Marfino recae la tarea de estudiar la grabación
telefónica e identificar al traidor.
En tanto que obra coral, la
novela disfruta de una virtud característica de la gran literatura rusa: la
capacidad de movilizar mundos enteros, esto es, de poner en escena una
abigarrada galería de personajes en los que se expresa un amplio espectro de
circunstancias, valores, ilusiones y sentimientos. Todo un universo moral y
sicológico halla fidedigna plasmación
narrativa en El primer círculo, con las debidas particularidades del contexto
–como está dicho, una prisión en los infames tiempos del estalinismo. Nunca
está de más recordarlo: en el régimen estaliniano, epítome de arbitrariedad
institucionalizada, discrepar de la línea gubernamental constituía la mayor de
las imprudencias, una verdadera locura considerando los peligros que conllevaba
el disenso. De modo congruente, los reclusos de la novela vienen a representar
un muestrario de actos imprudentes y una muchedumbre de locos admirables, tanto
más cuando se los contrasta con la caterva de parásitos cobijados por la
maquinaria del estado policial.
Claro está, no conviene
simplificar; no es el universo de los zeks de Marfino –profesionales y técnicos
en su mayoría- un compendio de virtudes ni un remanso de paz. Como en todo
conglomerado humano, y con mayor ocasión tratándose de un presidio, chocan
inevitablemente los temperamentos e intereses y afloran rivalidades y
rencillas. La principal fuente de discordia son los chivatos: uno de cada cinco
presidiarios ha sido reclutado por la autoridad penitenciaria para la vil
función del espionaje interno, de modo que ni siquiera entre sus pares,
víctimas por igual de la iniquidad, pueden ellos sentirse a sus anchas.
Instilado el veneno de la sospecha y la desconfianza recíprocas, el aspecto
pacífico de la sharashka oculta una guerra subterránea; el escarnio del sistema
o un desaire al chivato pueden acarrear el retorno a la muerte lenta de los
campos de concentración. Por demás, la prisión reproduce a escala la atmósfera
paranoica y moralmente retorcida del régimen, en lo que resulta un fiel reflejo
de la personalidad del tirano. Ningún acto es inocente, nada se debe al azar.
Si un instrumento cualquiera sufre un leve desperfecto, no hay accidente que
valga como explicación: por fuerza ha debido intervenir la mano negra del
sabotaje, y no descansará el chequista de turno hasta encontrar al verdadero y
necesario culpable –entre tanto enemigo del pueblo, siempre se hallará una
cabeza de turco. Y qué decir de las investigaciones llevadas a cabo en el
lugar. Es época en que el discurso oficial atribuye cuanto avance tecnológico y
científico exista en el mundo al genio soviético, estigmatizando el
reconocimiento de las innovaciones occidentales como “servilismo al
extranjero”. Se produce entonces el caso grotesco de que las publicaciones
científicas extranjeras utilizadas en Marfino, que en Occidente son de libre
disposición, aquí son celosamente guardadas como secreto de estado; la
convención dicta que en la ciencia soviética sólo se emplean modelos patrios.
No es un mundo en blanco y negro
el de Marfino, ni siquiera en lo que concierne a los carceleros. No todos entre
ellos son igualmente malvados o despreciables; los hay de natural bondadoso,
tal que parecen caídos por triste albur en el oficio. Y es un mundo que interactúa,
narrativamente hablando, con el exterior, representado por familiares de los
presos, de los carceleros y del personal adjunto. La narración comprende
episodios que se desarrollan en escenarios alternos, en Moscú y sus
alrededores, enriqueciendo una paleta abundante en colores y matices humanos, y
sin sacrificio de la ilación. Hábilmente engarzada en la corriente narrativa,
aflora por un instante la personalidad de Stalin, fiera envejecida pero todavía
capaz de dispensar dentelladas. Solzhenitsyn pinta un retrato irónico del
tirano, mucho más eficaz que si fuera una diatriba encendida.
Entre los numerosos personajes
destacan los protagonistas indiscutibles de la novela, Gleb Nerzhin y Lev
Rubin. Es de suponer que en el primero de ellos ha vertido Solzhenitzyn algunos
de sus rasgos personales; el segundo es un retrato velado de Lev Kópelev,
filólogo y disidente tardío a quien Solzhenitsyn conociera en la propia prisión
de Marfino. Nerzhin es un matemático intelectualmente díscolo y políticamente
insumiso, renuente a claudicar del derecho a la autonomía personal. En un tono
que se nos antoja muy ruso, gusta de sumirse en charlas inspiradas o en
apasionadas discusiones –sobre lo humano
y lo divino- con sus compañeros de reclusión; su idealismo es garantía de un
mal pasar en un entorno como el que lo rodea. Por su parte, Rubin, de barba de
pirata, es el mejor amigo de Nerzhin en la sharashka. Filólogo y comunista
convencido a pesar de que el régimen lo ha privado injustamente de su libertad;
su obcecación ideológica, empero, no le impide aborrecer a los carceleros. Es
un polemista vehemente y altanero que jamás acepta los puntos de vista de sus
interlocutores, a pesar de lo cual resulta bastante simpático. La
caracterización de Rubin/Kópelev por el escritor es impagable: «Rubin no podía
existir sin amigos, se ahogaba cuando le faltaban. La soledad era para él
insoportable hasta el punto que ni siquiera permitía que sus ideas madurasen
únicamente en su cabeza, de modo que apenas encontraba media idea corría a compartirla.
Toda su vida había sido rico en amigos, pero en la cárcel se daba el caso de
que sus amigos no eran sus correligionarios, y sus correligionarios no eran sus
amigos».
Junto a ellos destacan personajes
como los que siguen: Dmitri Sologdin, un apuesto ingeniero de origen
aristocrático, talentoso y un tanto extravagante; aún es joven pero ya cumple
doce años de reclusión. Es adalid de lo que llama el Lenguaje de la Claridad
Máxima: su brillante conversación está salpicada de términos que juzga vernáculos,
en reemplazo de lo que considera palabras de origen extranjero (“palabras
ornitológicas”, las denomina: se niega por ejemplo a decir “capitalismo” cuando
lo correcto viene a ser “gran monetarismo”). El entusiasta Valentin
Prianchikov, ingeniero de viva inteligencia pero de aspecto algo infantil,
falto además de apostura, por lo que sus pares no lo toman demasiado en
serio. Spiridon Yegorov, un rudo
campesino que en la cincuentena está casi ciego y es reo del delito de haber
sido prisionero de los alemanes; portero y aseador de la sharashka, ha trabado
una impensada amistad con el culto Nerzhin –quien inicialmente se dirigiera a
él en una típica muestra del “acudir al pueblo”, esa tradición tan rusa-. El
joven Rostislav “Ruska” Doronin, que se ha enamorado de una empleada, Clara
Makaryguina, chica recién salida de un instituto técnico e hija de un
importante fiscal. Ruska es un temperamento inquieto y aventurero, refractario
al disciplinamiento y la legalidad: a los veinte años era buscado por todos los
organismos de seguridad, y a los 23 es un zek y un técnico en Marfino; leal con
sus compañeros, tiene la desgracia de que los jefes se han fijado en él como
candidato a chivato. Innokenti Volodin, el del llamado telefónico, el
diplomático cuyo arrebato desata la voracidad de los hombres lobo… No es un universo exclusivamente masculino.
Cabe resaltar, por ejemplo, a la mencionada Clara, joven nacida en cuna de
plata; asustada al principio por tener que trabajar rodeada de zeks, muy pronto
pudo advertir que estaban lejos de ser los feroces “enemigos del pueblo” y
“perros del imperialismo” descritos por sus superiores. Serafima Vitalievna,
Símochka, menuda y nada agraciada mujer, también colaboradora externa del
instituto-prisión (y oficial del MGB, Ministerio de Seguridad del Estado, como
todos los trabajadores libres de Marfino); está perdidamente enamorada de Gleb
Nerzhin. Nadia, la mujer de Gleb, que sufre y languidece como tantas esposas en
el país del Gulag.
Más allá del valor testimonial y
denunciatorio de la novela, su valor literario la hace por sí misma
recomendable. Está construida al modo clásico, el del eterno realismo
–Solzhenitsyn es de hecho deudor del gran modelo tolstoiano-, con tan sólo
algunos despuntes de modernidad: unas pocas regresiones temporales y algunos
diálogos de voces polifónicas, como en representación del barullo propio de una
multitud. La prosa es austera y vigorosa, animada por vívidas descripciones y
cuajada de diálogos intensos. La alternancia de escenarios y el paralelismo de
las situaciones se suman al sobresaliente modelado de los personajes, haciendo
de la lectura de El primer círculo una experiencia sobrecogedora y emocionante.
Posiblemente sea en los personajes donde resida el mayor mérito artístico de la
novela. Es tan verista y tan consistente su dibujo que parece que los
conociéramos de toda la vida. Nos conmueve en particular la entereza de los
reclusos y empatizamos con su infortunio; cómo no, tratándose de vidas
quebradas por un régimen de pesadilla, verdadera afrenta de la humanidad.
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