Un
anónimo y humilde fraile carmelita francés descubrió en 1611 las propiedades
benéficas del agua de toronjil, macerada de alcohol, aunque no fue hasta hace
exactamente cien años que empezó a comercializarse en Tarragona. En los años
siguientes, el agua del Carmen alcanzó una gran popularidad y pocas eran las
casas que no contaran con una de estas estilizadas botellitas, que servían
igual para recuperar a alguien de un desmayo como para tranquilizar a un
alterado, para solventar molestias menstruales o para corregir problemas
estomacales. Recuerdo haberla tomado alguna vez en mi niñez, ante un mareo o un
mal cuerpo. Y así como otros remedios provocaban mi rechazo, este elixir
siempre me pareció una bendición, no sólo por sus efectos recuperadores, sino
porque acostumbraba a ponerme contento. Se tomaba mojando un terrón de azúcar,
lo que como golosina era insuperable, o en una infusión, que la convertía en un
mejunje placentero. Años más tarde, se comercializaron unos caramelos de agua
del Carmen que, aunque no tengo claro que fueran curativos, resultaban
proustianos, pues permitían recuperar la memoria gustativa del preparado
tarraconense que tan celebrado fue en los años cincuenta y sesenta.
En
unos tiempos en que la factura farmacéutica se ha convertido en un problema
descomunal para los gobiernos, la tradicional agua del Carmen, con su coste
reducido y su amplio espectro curativo, es mano de santo. O para ser más
exactos, es mano de beatífico carmelita descalzo. Posiblemente, más allá de que
tuviera efectos sedantes, antiespasmódicos o eupépticos, actuara como efecto
placebo en algunos pacientes que se acogían al elixir como un curalotodo que no
sólo contaba con la autorización de las autoridades de farmacia, sino con la
conformidad de la jerarquía religiosa. Nada mejor que un medicamento para el
cuerpo que aligerara el alma. Pocas ambrosías han dispuesto de la confianza del
médico y la fe del fraile.
El
agua del Carmen sigue vendiéndose, aunque en menor medida que en el pasado,
donde no faltaba en ningún botiquín familiar. Es cierto que hubo quien abusó,
aduciendo que necesitaba recuperar el ánimo a menudo con un chupito del elixir
de los carmelitas. Sobre todo algunas damasmaduras, a las que el licor les
devolvía la vida a la primera ingesta, recobraban el humor en la segunda y las
desinhibía totalmente la tercera. Para evitar la mala conciencia, había quien
se ponía unas gotas (o un chorrito) en una infusión de hierbas, que convertía
la mezcla en una carajillo revitalizante. Por lo demás, es algo que en algunos
pueblos del Maestrat suelen preparar con poleo y un toque de anís.
Larga
vida al agua del Carmen.
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