lunes, 1 de febrero de 2016

El agua del Carmen





Un anónimo y humilde fraile carmelita francés descubrió en 1611 las propiedades benéficas del agua de toronjil, macerada de alcohol, aunque no fue hasta hace exactamente cien años que empezó a comercializarse en Tarragona. En los años siguientes, el agua del Carmen alcanzó una gran popularidad y pocas eran las casas que no contaran con una de estas estilizadas botellitas, que servían igual para recuperar a alguien de un desmayo como para tranquilizar a un alterado, para solventar molestias menstruales o para corregir problemas estomacales. Recuerdo haberla tomado alguna vez en mi niñez, ante un mareo o un mal cuerpo. Y así como otros remedios provocaban mi rechazo, este elixir siempre me pareció una bendición, no sólo por sus efectos recuperadores, sino porque acostumbraba a ponerme contento. Se tomaba mojando un terrón de azúcar, lo que como golosina era insuperable, o en una infusión, que la convertía en un mejunje placentero. Años más tarde, se comercializaron unos caramelos de agua del Carmen que, aunque no tengo claro que fueran curativos, resultaban proustianos, pues permitían recuperar la memoria gustativa del preparado tarraconense que tan celebrado fue en los años cincuenta y sesenta. 

En unos tiempos en que la factura farmacéutica se ha convertido en un problema descomunal para los gobiernos, la tradicional agua del Carmen, con su coste reducido y su amplio espectro curativo, es mano de santo. O para ser más exactos, es mano de beatífico carmelita descalzo. Posiblemente, más allá de que tuviera efectos sedantes, antiespasmódicos o eupépticos, actuara como efecto placebo en algunos pacientes que se acogían al elixir como un curalotodo que no sólo contaba con la autorización de las autoridades de farmacia, sino con la conformidad de la jerarquía religiosa. Nada mejor que un medicamento para el cuerpo que aligerara el alma. Pocas ambrosías han dispuesto de la confianza del médico y la fe del fraile.

El agua del Carmen sigue vendiéndose, aunque en menor medida que en el pasado, donde no faltaba en ningún botiquín familiar. Es cierto que hubo quien abusó, aduciendo que necesitaba recuperar el ánimo a menudo con un chupito del elixir de los carmelitas. Sobre todo algunas damasmaduras, a las que el licor les devolvía la vida a la primera ingesta, recobraban el humor en la segunda y las desinhibía totalmente la tercera. Para evitar la mala conciencia, había quien se ponía unas gotas (o un chorrito) en una infusión de hierbas, que convertía la mezcla en una carajillo revitalizante. Por lo demás, es algo que en algunos pueblos del Maestrat suelen preparar con poleo y un toque de anís.

Larga vida al agua del Carmen.

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